La oposición también construye democracia.

Por: Darío Antonio Daza Betancourt

Instagram: dariodazab

X: @daza_abogados

En los pueblos como el mío, San Juan del Cesar, donde todos nos conocemos y donde la política aún se discute en la plaza o en la esquina de la tienda, suele pensarse que quien se opone al gobierno es enemigo del progreso o del alcalde de turno. Nada más equivocado. La oposición no es un estorbo ni un gesto de revancha personal; es, más bien, una función esencial dentro de cualquier sistema político que aspire a ser plural y transparente. Allí donde el poder se ejerce, la oposición actúa como su equilibrio natural, es la voz que observa señala y corrige, evitando que la administración pública se convierta en un espacio de complacencia o abuso.

Reducir la crítica o la disidencia a simples ambiciones de poder o a sentimientos de venganza es desconocer la esencia misma de la participación democrática. El artículo 40 de nuestra Constitución reconoce a todo ciudadano el derecho —y el deber— de oponerse y de controlar el ejercicio del poder político. Ese derecho no es una concesión del gobernante, sino una garantía del pueblo frente a la eventual prepotencia del Estado. Cuando se confunde la crítica con la enemistad, la democracia empieza a perder su respiración.

Una oposición seria, argumentada y sustentada no destruye; edifica. Le da vigor a las instituciones, exige cuentas, impone la transparencia y señala los errores que el poder, en su propio ruido, no siempre alcanza a ver. En San Juan del Cesar, como en cualquier rincón del país, los gobernantes que escuchan una crítica con humildad y no con hostilidad demuestran madurez política. Lo contrario — el ofenderse ante la disidencia— revela fragilidad y temor. Más de un gobierno local ha corregido su rumbo gracias a la voz responsable de un ciudadano que no se quedó callado.

Tampoco es cierto que quien cuestiona al gobierno desee el fracaso del pueblo. Muchos lo hacen movidos por un sentido genuino de pertenencia, por el deseo de ver un municipio más eficiente, o simplemente por la convicción de que la lealtad suprema no es con el gobernante de turno, sino con la verdad y con los ciudadanos. En últimas, el amor por esta tierra sanjuanera se expresa no solo aplaudiendo, sino también señalando lo que duele o se desvía.

El debate político no debe entenderse como una guerra de egos ni como una carrera de obstáculos para frustrar la gestión pública. Es, en cambio, la expresión más sana del pensamiento libre. Donde hay oposición vigorosa, hay sociedad despierta; donde reina el silencio complaciente, comienza el dominio de la arbitrariedad. Basta mirar los regímenes donde nadie critica: allí el miedo reemplazó a la democracia.

Por eso, lejos de temerla, los buenos gobiernos deberían valorar a la oposición como un espejo necesario, ese que devuelve una imagen sincera de lo que el poder no siempre quiere ver. El verdadero triunfo de un mandatario no consiste en acallar la crítica, sino en transformarla en aplauso por la vía de los hechos, la transparencia y los resultados. Gobernar bien es convencer al contradictor sin necesidad de gritarle.

Y, por último, no se asuste colega, lo solicitado por mi primo son simples fotocopias.

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