
Por: Luis Carlos Cuello Diaz
“El reflejo de una lucha silenciosa entre la explotación del subsuelo y la defensa de la vida que nace de la tierra.”
La riqueza del suelo ha sido históricamente el eje de desarrollo de muchas comunidades rurales en Colombia. En regiones como La Guajira o el Cesar, extensas zonas de cultivo, especialmente de Yuca, Tomate, Algodón, y en especial la ganadería han sido el sustento de generaciones que viven de la agricultura. Sin embargo, en tiempos recientes, estos mismos territorios están siendo objeto de interés por parte de empresas mineras como BCC, que planea la explotación de yacimientos de carbón localizados justo debajo de cañaverales productivos. Esta situación ha generado una creciente preocupación entre agricultores, ambientalistas y líderes comunitarios.
El anuncio de BCC sobre la inminente explotación de carbón en estas tierras ha despertado una serie de debates sobre el verdadero costo del desarrollo extractivo. Aunque la empresa asegura que se aplicarán prácticas responsables, la experiencia en otras regiones muestra que la minería a cielo abierto deja profundas cicatrices: degradación del suelo, contaminación de fuentes hídricas y desplazamiento de comunidades campesinas. En este caso específico, la pérdida de áreas cultivables podría significar una grave amenaza para la seguridad alimentaria y económica de los pobladores locales.
Desde el punto de vista técnico, la extracción de carbón en cañaverales implica remover las capas fértiles del suelo, que tardan décadas en recuperarse. Además, la actividad minera altera los acuíferos subterráneos, esenciales para el riego de los cultivos. Aun con tecnologías de mitigación, los efectos sobre la calidad del suelo y el agua son inevitables. Esto se traduce en una disminución de la productividad agrícola y, en muchos casos, en la migración forzada de los agricultores hacia zonas urbanas o hacia empleos informales.
“La voz de las comunidades que han cultivado y cuidado estas tierras debe ser el eje de cualquier decisión sobre su futuro, porque el verdadero desarrollo no se impone: se construye desde el territorio y con su gente.”
La agricultura, por su parte, no solo representa una fuente de ingreso directa, sino también un eje cultural y ambiental. Los cañaverales no solo producen alimentos o materias primas industriales, sino que ayudan a regular la temperatura, fijar carbono atmosférico y mantener ecosistemas biodiversos. Cambiar un modelo de uso del suelo agrícola por uno extractivo implica sacrificar beneficios a largo plazo por ganancias de corto plazo, frecuentemente capturadas por intereses externos.
BCC ha prometido inversiones en infraestructura, empleos y programas sociales, pero las comunidades rurales exigen más que promesas. Quieren participación en las decisiones que afectan su territorio. Varias organizaciones campesinas ya han solicitado una consulta previa y estudios de impacto ambiental independientes. También se han levantado voces académicas que proponen modelos de desarrollo alternativos que no dependan exclusivamente de la minería y promuevan la agroindustria sostenible.
El dilema no es únicamente económico, es ético y ecológico. ¿Debe una región renunciar a su vocación agrícola por la promesa de ingresos mineros? ¿Quién decide el destino del territorio, las empresas o las comunidades que han vivido allí por generaciones? ¿Es posible una convivencia entre minería y agricultura, o estamos ante una inevitable colisión de intereses? Estas preguntas merecen una reflexión profunda antes de tomar decisiones que podrían ser irreversibles.
En definitiva, el conflicto entre la explotación del carbón y la agricultura no es un simple enfrentamiento entre progreso y atraso. Es un reflejo de cómo elegimos usar nuestros recursos naturales y a quiénes beneficiamos con esas decisiones. Proteger a los cañaveraleros es también proteger la vida, la soberanía alimentaria y la identidad de comunidades rurales. Antes de excavar el suelo, es necesario escuchar la voz de quienes han hecho de ese suelo su hogar y su sustento.