Conmoción mundial: murió Diego Armando Maradona

 

Tenía
60 años

Conmoción mundial: murió Diego Armando Maradona

Tomado: El Clarin



Sufrió
un paro cardiorrespiratorio en la casa de Tigre en la que se había instalado
tras su operación en la cabeza.

Y
un día ocurrió. Un día lo inevitable sucedió. Es un cachetazo emocional y
nacional. Un golpe que retumba en todas las latitudes. Un impacto mundial. Una
noticia que marca una bisagra en la historia. La sentencia que varias veces se
escribió pero había sido gambeteada por el destino ahora es parte de la triste
realidad: murió Diego Armando Maradona.

El
campeón del mundo con la Selección Argentina​ se descompensó en la mañana de
este miércoles en la casa del barrio San Andrés, en el partido bonaerense de
Tigre, donde vivía desde hacía algunos días luego de haber sido operado de la
cabeza. El 30 de octubre había cumplido 60 años.

Villa
Fiorito fue el punto de partida. Y desde allí, desde ese rincón postergado de
la zona sur del Conurbano bonaerense se explican muchos de los condimentos que
tuvo el combo con el que convivió Maradona. Una vida televisada desde aquel
primer mensaje a cámara en un potrero en el que un nene decía soñar con jugar
en la Selección. Un salto al vacío sin paracaídas. Una montaña rusa constante
con subidas empinadas y caídas abruptas.

Nadie
le dio a Diego las reglas del juego. Nadie le dio a su entorno (un concepto tan
naturalizado como abstracto y cambiante a la lo largo de su vida) el manual de
instrucciones. Nadie tuvo el joystick para poder manejar los destinos de un
hombre que con los mismos pies que pisaba el barro alcanzó a tocar el cielo.

Quizá
su mayor coherencia haya sido la de ser auténtico en sus contradicciones. La de
no dejar de ser Maradona ni cuando ni siquiera él podía aguantarse. La de abrir
su vida de par en par y en esa caja de sorpresas ir desnudando gran parte de la
idiosincrasia argentina. Maradona es los dos espejos: aquel en el que resulta
placentero mirarnos y el otro, el que nos avergüenza.

A
diferencia del común de los mortales, Diego nunca pudo ocultar ninguno de los
espejos.

Es
el Cebollita que solo tenía un pantalón de corderoy y es el hombre de las
camisas brillantes y la colección de relojes lujosos. Es el que le hace cuatro
goles a un arquero que intenta desafiarlo y al mismo tiempo el entrenador que
intenta chicanear a los alemanes y termina humillado. Es el que se va bañado de
gloria del estadio Azteca y el que sale de la mano de una enfermera en Estados
Unidos. Es el que arenga, el que agita, el que levanta, el que motiva. El que
tomaba un avión desde cualquier punto del mundo para venir a jugar con la
camiseta de la Selección. El del mechón rubio y el que estaciona el camión
Scania en un country. Es el gordo que pasa el tiempo jugando al golf en Cuba y
el flaco de La Noche del Diez. El que vuelve de la muerte en Punta del Este. Es
el novio de Claudia y es también el hombre acusado de violencia de género. Es
el adicto en constante lucha. El que canta un tango y baila cumbia. El que se
planta ante la FIFA o le dice al Papa que venda el oro del Vaticano. El que fue
reconociendo hijos como quien trata de emparchar agujeros de su vida.

Un
icono del neoliberalismo noventoso y el que se subió a un tren para ponerse
cara a cara contra Bush y ser bandera del progresismo latinoamericano. Es cada
tatuaje que tiene en su piel, el Che, Dalma, Gianinna, Fidel, Benja… Es el
hombre que abraza a la Copa del Mundo, el que putea cuando los italianos
insultan nuestro himno y el que le saca una sonrisa a los héroes de Malvinas
con un partido digno de una ficción, una pieza de literatura, una obra de arte.

Porque
si hubiera que elegir un solo partido sería ese. Porque no existió ni existirá
un tramo de la vida más maradoneano que esos cuatro minutos que transcurrieron
entre los dos goles que hizo el 22 de junio de 1986 contra los ingleses. El
mejor resumen de su vida, de su estilo, de lo que fue capaz de crear. Pintó su
obra cumbre en el mejor marco posible. Le dijo al mundo quién es Diego Armando
Maradona. El tramposo y el mágico, el que es capaz de engañar a todos y sacar
una mano pícara y el que enseguida se supera con la partitura de todos los
tiempos.

Barrilete
cósmico. Y la pelota no se mancha. Y las piernas cortadas. Y que la sigan
chupando. Y la tortuga que se escapa. Y el jarrón en el departamento de
Caballito, el rifle de aire comprimido contra la prensa, la Ferrari negra que
descartó porque no tenía estéreo, la mafia napolitana y toda una ciudad que
elige vivir en pausa, rendida a su Dios. Es el de las canciones, el de los
documentales a carne viva y las biografías siempre desactualizadas. El que
levanta el teléfono y llama cuando menos lo esperás y más lo necesitás. El que
jugó partidos a beneficio sin que nadie se enterara. El que pasa del amor al
odio con Cyterszpiler, con Coppola o con Morla. El que siempre vuelve a sus
orígenes y le presta más atención a los que menos tienen.

Es
el abuelo baboso y el papá inabordable.

Es
antes que todo y por sobre todas las cosas el hijo de Doña Tota y de Don Diego.

Y
Maradona es en presente pese a que de los que mueren haya que escribir en
pasado. Es el que en Dubai se codeaba con jeques y contratos millonarios y el
que en Culiacán y con 40 grados a la sombra pedía un guiso a domicilio. El que
internaron en un neuropsiquiátrico. El que pudo dejar la cocaína. El que hizo
jueguitos en Harvard. Es el que como entrenador de Gimnasia vivió un postergado
homenaje del fútbol argentino. Aquel que había dirigido a Racing y a Mandiyú no
era este último Diego de las rodillas chuecas, las palabras estiradas y las
emociones brotando sin filtro.

Es
también Maradona el hombre que se fue apagando. Se resquebrajó su cuerpo y
empezó a sacar a la luz tantos años de castigo físico, de desbordes, de
excesos, de patadas, de infiltraciones, de viajes, de adicciones, de subibajas
con su peso, de andar por los extremos sin red de contención.

Y
el alma se fue apagando al compás del cuerpo. En el último tiempo ya no quería
ser Maradona y ya no podía ser un hombre normal. Ya nada lo motivaba. Ya no
servía el paliativo de los antidepresivos ni las pastillas para dormir. Y la
combinación con alcohol aceleraba la cinta. Cada vez menos cosas encendían su
motor: ni el dinero, ni la fama, ni el trabajo, ni los amigos, ni la familia,
ni las mujeres, ni el fútbol. Perdió su propio joystick. Y perdió el juego.

Lo
llora Fiorito, escenografía inicial de esta historia de película y pieza
fundacional para comprender al personaje. Lo lloran los Cebollitas donde se
animó a soñar en grande. Lo llora Argentinos Juniors donde no solo es nombre
del estadio sino el mejor ejemplar de un molde que genera orgullo. Lo llora
Boca y toda la pasión que unió a un vínculo que fue mutando pero conservó el
amor genuino. Lo llora Nápoles, su altar maravilloso en el que con una pelota
cambió la vida de una ciudad para siempre. Lo lloran también Sevilla, Barcelona
y Newell’s, que infla el pecho por haberlo cobijado.

Diego
Maradona se convirtió en una leyenda del fútbol mundial.

Y
lo llora la Selección porque nadie defendió los colores celeste y blanco como
él. En definitiva, lo llora el país entero y el mundo.

Entre
tantas cosas que hizo en su vida, Maradona hizo una particularmente exótica: se
entrevistó a sí mismo. El Diego de saco le preguntó al de remera de qué se
arrepentía. “De no haber disfrutado del crecimiento de las nenas, de haber
faltado a fiestas de las nenas… Me arrepiento de haber hecho sufrir a mi vieja,
mi viejo, mis hermanos, a los que me quieren. No haber podido dar el 100 por
ciento en el fútbol porque yo con la cocaína daba ventajas. Yo no saqué
ventaja, yo di ventaja”, se contestó en una sesión de terapia con 40 puntos de
rating.

En
ese mismo montaje realizado en 2005 en su programa “La noche del Diez”, el
Diego de traje le propuso al de remera que deje unas palabras para cuando a
Diego le llegue el día de su muerte. “Uhh, ¿qué le diría?”, piensa. Y define:
“Gracias por haber jugado al fútbol, gracias por haber jugado al fútbol, porque
es el deporte que me dio más alegría, más libertad, es como tocar el cielo con
las manos. Gracias a la pelota. Sí, pondría una lápida que diga: gracias a la pelota”.

 

 

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